Simon Bolívar, El Libertador












SIMON BOLIVAR
EL LIBERTADOR
por
GILETTE SAURAT
Traducción Edgar V.


















A mis hijos.
A mis nietos, Matthieu y Manuella










EL JURAMENTO DEL MONTE SAGRADO
                En Roma, al final de un atardecer, en el mes de Agosto de 1805, un joven hombre desciende a grandes pasos por encima de la escalera de Trinita dei Monti y avanza a paso vivo en la pequeña piazza di Spagna.
                De talla mediana, esbelto, seductor, lleva, con esta soltura que da el uso del hábito del mundo y el hábito del lujo, un traje de fino linaje gris de largos vascos. De gruesos diamantes destellando en sus puños y sobre su corbata de linón blanco.
                Hace un gesto para llamar una carreta que desboca sobre la plaza, luego se regresa, impaciente, hacia un hombre que aparecía a su regreso debajo de la escalera. Un hombre de edad madura, masivo, con un rostro un poco pesado y de ojos penetrantes detrás de sus lentes de montura de acero. Su porte simple, vista un poco descuidada, contrasta con la elegancia del joven dandi.
                Algunas palabras que intercambian, todo en el momento en el que se instalan lado a lado en el auto, nos enseñan que se trata de un preceptor y de su alumno, el idioma en el cual se expresan pareciera que ellos son españoles, pero no españoles peninsulares, como se designaba entonces esos nacidos en Europa, pero americanos, o aun criollos. Al final de cuentas, son extranjeros.
                Roma está repleta. A los vestigios de las grandezas pasadas de la ciudad eterna se adhiere el eco todo reciente de los triunfos de un nuevo Cesar, para llamarla atención de Italia, sobre el mismo teatro de las escandalosas victorias de Bonaparte, convertido en Napoleón, las almas sensibles y sus corazones hambrientos de gloria. En Roma, para no citar algunos como estos, Stendhal "se pasea", Goethe medito y Chateaubriand, encantado por el recuerdo de Pauline de Beaumont, viene a sentarse en los mercados del Coliseo, después de haber errado con la melancolía entre "los restos de los Imperios",  los juzgamos por el nombre que viene de lanzar al cochero, "Monte Sacro”, este joven hombre debe ser, el también un apasionado de la Historia.
                Sobre el Monte Sagrado, objetivo de un visita clásica- la cuarta jornada de Stendhal, vamos a reconocer los lugares celebres donde la plebe, en revuelta contra el Senado, se retiro, en el Vto siglo antes de nuestra era. Entrenados por Sicinius, como también paso en la Historia, los plebeyos decidieron de cruzarse los brazos, de paralizar peligrosamente la vida de la ciudad,  por este medio (ya) de obtener el derecho de elegir a los tribunos y a los ediles encargados de representarlos.
                Al pedido del joven hombre, el cochero comenzó a viva velocidad, lleva su marcha y el auto se enciende, siempre a gran trote, en la vida Nomentana. Una vez atravesado el puente que atraviesa el Anio, allí al pie del Monte Sagrado.
                El curso pagado, el cochero despachado, los dos visitantes emprenden, por un camino de cebra, el ascenso de la pequeña colina. El calor es abrumador. Lejos de ser afectado, el joven hombre, siempre impaciente, casi febril, prueba alguna dificultad para enlentecer su paso, para seguirlo detrás de él, mas pesante, de su compañero, del cual escucha los propósitos con una atención apasionada.

                Este es el episodio famoso que el maestro comenta. Pero su exegesis, por el tono y la orientación está lejos de reflejar el puro interés del historiador ó del humanista.
                De hecho se obliga, vivamente de acuerdo por su discípulo, de establecer una similitud entre estos eventos, remontando a las fuentes de la historia de Roma y los problemas que parecen poner su condición de americanos, sujetos del Rey de España. El Senado es asemejado a la Majestad Católica, Charles IV, y la situación de los plebeyos de Sicinius comparado a esa de los españoles del otro Atlántico, aparentemente impacientes de librarse de una sujeción política que ellos juzgan intolerante e inadaptada.
                El recuerdo de la derrota del senado y de la total victoria de la plebe suscitó en el interior del joven hombre una emoción intensa, que el maestro observa furtivamente con satisfacción.
             Ellos alcanzaron la cima de la colina, cubierta de altas hierbas, de donde emergen bloques de mármol y de pórfido. A sus pies, Roma se expone en toda su majestad… Las siete colinas doradas por los rayos del sol decaído, los termas de Diocleciano, el mausoleo de Augusto, el Obelisco de la Trinidad de los Montes y el Tíber, circulando sus aguas descoloridas a través de otros temples, de otras iglesias, de otros pórticos, hasta la línea clara del horizonte que deja intuir el mar hacia la Ostia.
-          Allí, se decide el maestro dejándose caer, un poco jadeante, sobre el tronco destrozado de una columna. Aquí está por lo que debemos ser tiernos, nosotros, los Americanos, debemos elegir nuestros magistrados, hacer entender nuestra voz, tomar en mano los destinos de la patria.
Curiosamente, el agrega sobre su compañero, al inicio y silencioso, sobre el tronco, la mirada sorprendida e impaciente del actor, el cual, habiendo terminado su discurso, espera a su compañero una replica que no llega. El no esperara mucho tiempo. El joven hombre gira bruscamente hacia él con un rostro transformado.
-          Yo juro delante de ud., mi maestro, el exclamó con una voz vibrante, yo juro por el Dios de mis padres, yo juro por ellos, yo juro sobre mi honor que yo no dejare ni cese a mis brazos, ni reposo a mi alma, hasta que yo no haya destruido las cadenas que nos oprimen por la voluntad del poder español.
Desde luego, un gran suspiro épico pasa sobre el mundo, los pueblos están en marcha, los tronos se hunden, el ejemplo de Washington y la trayectoria de Bonaparte despiertan en los corazones ardientes una simulación heroica. Pero, si lo pensamos, el poder del imperio español, este monolito secular, sobre el cual se han vencido convulsiones internas y codicias extranjeras, como no verse perfilar, detrás de la delgada silueta del dandi, esa del caballero de lo irracional, el extravagante don quijote, ¿Desafiando desconsideradamente los molinos de viento? Como no sonreír.
Sin embargo, este joven está lejos de ser un iluminado. Es de propósito deliberado que de acuerdo con su preceptor, que él eligió estos lugares testigos de una de las primeras victorias de la democracia, a fin de dar a su solemne compromiso un cuadro a su medida.
De cada una de las palabras pronunciadas, del cual el no presiente la densidad dramática, el se convierte desde ese momento prisionero, y su vida será el cumplimiento del juramento del Monte Sagrado.
                Su acción se desarrollara sobre un territorio vasto como diez veces el tamaño de Francia. A través de los picos congelados de los Andes, las playas del Pacífico y del Atlántico y las tierras calientes que avecinan los confines amazónicos del Brasil, el blandirá durante veinte años el estandarte de la independencia y de la libertad. Un día el podrá decir: “El mundo de Colon cesó de ser español.” El habrá fundado cinco estados, perdido su inmensa fortuna, sus haciendas, sus minas, y liberado a sus esclavos. A la hora de su muerte, su entorno no dispondrá incluso de una camisa para vestirlo decentemente. Se deberá sepultarlo con una vestimenta amarillenta, dejada allí por un cacique indio, en las circunstancias que el gran maestro de obra que es el destino, reservado a aquellos que él ha elegido para vivir una existencia excepcional.
                Este joven hombre, que juró en Roma, en 1805, emancipar un continente, se llamaba Simón Bolívar. El lleva en la historia el nombre de “Libertador”
                La historia, Simón Bolívar- hombre de guerra, liberador, legislador y escritor profeta – figura entre los grandes gigantes que han influido en el curso, y su vida no puede disociarse de su obra. Sin embargo, este libro se propone sobre todo, a través de la holgura de la crisis que sacude al mundo hispánico a comienzos del siglo XIX, en intentar hacer conocer al hombre. El hombre reivindicado de nuestros días por toda América Latina, del cual él encarna, el, cristiano de origen, la complejidad, el potencial, la desmesura, la atracción misteriosa de sus razas hechizadas. Bolívar, es nuestra América, escribió un pensador contemporáneo. Pero reivindicado también por España “como la expresión inmortal de la Hispania Máxima”, se dirá, menos de un siglo después del fin de las guerras de independencia, la gran voz de Miguel de Unamuno que agregara: “Bolívar, sin quien la humanidad residiría incompleta.”



CAPITULO PRIMERO
En la aureola de su juventud, se unía el estallido de la niñez, de los recursos de un opulento patrimonio y de todos los dones de la inteligencia.
E. RODO
(Escritor uruguayo).

               Simón Bolívar fue venezolano, nacido en Caracas, una de las más desconocidas y de las menos buscadas entre las grandes ciudades de América Latina.
               A la hora de las grandes trashumancias estivales, se llega sin embargo en avión, llevando a los aficionados de la arqueología hacia los sitios precolombinos del Perú, se hace una escala de cuarenta y ocho horas en la capital de Venezuela.
               El turista, después de haber aterrizado sobre el aeropuerto internacional Simón-Bolívar, encontrara la avenida del Libertador, una avenida Simón-Bolívar, un centro Simón Bolívar y enfin una plaza del mismo nombre, una pequeña plaza umbría donde se escuchan los conciertos de música de instrumentos de viento-metal alrededor de la estatua ecuestre del Libertador que caracolea por la eternidad.
               En el Panteón nacional, construido para abrigar los senderos del héroe y esos de sus compañeros de armas, se han depositado insignias al pie del mausoleo de Simón Bolívar, en cada hora de su historia nacional, por las delegaciones de los países soberanos resultantes del Imperio Español.
               Ellas atestiguan que la devoción venezolana no es más que una voz en el corazón de las naciones-americanas.
               El viajero no estará lo suficientemente sorprendido, porque antes -eso hace parte de la “gira” – el habrá visitado la casa natal. Una más justa apreciación del personaje será desde entonces remplazada, en su espíritu por las impresiones confusas que despertaron el nombre de Bolívar, impresiones fundadas las más a menudo sobre toda otra cosa en sus meritos y las verdaderas razones de su gloria.
               Flanqueada por la Sociedad bolivariana y el museo bolivariano, la casa natal de Simón Bolívar se encuentra en el borde de una callejuela en pendiente que desemboca en la plaza de San Jacinto. Es un pequeño palacio de estilo colonial y uno de los raros vestigios de la vieja ciudad. Penetrante, el visitante no será faltó de ser golpeado por la ausencia de todo mercantilismo, sobre todo si su espíritu se evade hacia otros altos lugares y entre los más santos. Allí, la entrada es gratuita y se busca en vano la porta llaves a la efigié del Libertador, ó el pisa papel sobre el cual veremos en transparencia uno de los episodios famosos de su gloriosa existencia.
               Desde cuando se sabe cuánto, desde varios años, el gusto del “business” invadió Venezuela y agitó la apatía tropical, no podemos atribuir esta abstención más que al respeto y al fervor. El turista los sentirá además, a partir del vestíbulo a las baldosas pulidas que conducen al primer patio, en el cual los pilares acanalados de mármol gris sostendrán el techo de las tejas rosas de la galería circular.
               Se avecinara sobretodo con las pequeñas gentes que están allí en familia, a veces rodeadas de una sarta de niños. Hay de todo, blancos, negros, mestizos, mulatos. Tendiendo la oreja, si ellos comprenden su idioma, el extranjero sabrá que, la mayoría de ellos se encuentran como él, por algunos días, en Caracas y que el hermano ó el primo que los acoge está feliz de hacerlo, de alguna manera, los honores de la casa del “Padre de la Patria”.
               Nada de solemnidad sin embargo en este fervor, hablamos de él y de sus proximidades con la familiaridad, los designa por su nombre sobre los retratos de la familia ó los cuadros debidos a una pintura del vivo, que hacen memoria de la infancia y la juventud del más ilustre de los “caraqueños”.
               En esta fila de salones en las pesadas colgaduras de brocado aplicado, se lanza una observación admirativa sobre los bellos muebles de caoba ó de marquetería, de un ojo perplejo se contempla un tipo de sarcófago sobre montado por una loba amamantando dos niños, pero nos detenemos largamente delante la cama de cuatro columnas de ébano esculpido, soportando, un baldaquín de damasco bermellón adornado con trencillas de oro.
               En esta cama, doña María de la Concepción Palacios de Bolívar trajo al mundo, el 24 de Julio de 1783, un cuarto niño que iba a inmortalizar su nombre.
               En 1783, en esa fecha nace el soñador. Ese año, después de Inglaterra y Francia, el rey de España Carlos III creía oportuno reconocer la independencia de los Estados Unidos, contra la opinión de su ministro, don José Moniño, conde de Floridablanca.
-        Su majestad, habría dicho esto último cuando el soberano ponía su pluma, Su Majestad, por esta firma, viene de perder las Américas.
El consejero de Carlos III, quien había tratado secretamente con los insurgentes y proporcionado subsidios, se anoticiaba un poco tarde que su victoria estaba en peligro de ser un mal ejemplo para la América Española.
En este pequeño palacio de la plaza de San Jacinto, no se ocupaba mucho de estos eventos, en ese entonces el momento era de goce. Después de dos hijas y un hijo, María Antonia, Juana, Juan Vicente, seis, cuatro y dos años, el cielo llegaba a acordar su bendición a la unión de Juan Vicente de Bolívar y Ponte y de doña María de la Concepción Palacios y Blanco.
 Mientras que las mujeres de las familias de familia y amigos, acudían al anuncio de la noticia, rodeaban la cama de lujo de la joven que daba a luz, el preciado nacimiento del bebe, el gran asunto para los hombres reunidos en un salón vecino era de encontrar el nombre del recién nacido.
Este punto importante ya había sido el objeto de varias discusiones. El padre habría optado por Luis, pero el tío abuelo paterno, un padre, don Juan Félix Jerez de Aristeguieta, se inclinaba por Simón, y don Juan Vicente de Bolívar se inclino. Era lo menos que se podía hacer por la voluntad de este hombre fuerte, rico, que por fervor especial del obispo de Caracas, iba a bautizar el mismo al niño a quien él había decidido legaría toda su fortuna.
               Permaneciendo, la elección del tío abuelo que regresaba como una tradición familiar. El primero de los Bolívar llegó al Nuevo Mundo y este ya se llamaba Simón. Dejando su tierra patrimonial de Vizcaya, donde se ilustró la familia a partir de los primeros siglos de la Historia de la Península, se había instalado en Venezuela en 1589.
               Desde su llegada, Simón 1ro de Bolívar Jáuregui de la Rementaria se inscribía, en los anales de la “colonia”, como un alto funcionario, inteligente y activo –procurador, se decia entonces, es decir, a cargo de llevar al rey las dolencias de sus súbditos, lo que él hizo junto a Philippe II quien lo colmaría de honores. Su nombre pegado igualmente a ese de “poblador”, es decir fundador de ciudades.
               El niño se llamaría Simón José Antonio de la Santísima Trinidad, para honrar a otros nobles ancestros y en particular la de su devoción a la Santa Trinidad lo que había incitado a dotar de una capilla de este nombre, la catedral de Caracas.
               Don Juan Vicente de Bolívar se conformaba fácilmente con una tradición ancestral que le había proporcionado, con una posición social brillante, la fortuna y todos los placeres de una vida fácil, sin otras preocupaciones más que la de la administración de sus bienes, a la cual giraba favorablemente además con competencia.
               Grande, delgado, distinguido, el padre del Libertador, tal como aparecía en los retratos, en traje del siglo XVIII, en peluca, raso, satén y encajes, daba la impresión de un epígono si no lo supiésemos que el tronco se apretaba en producir un espécimen excepcional. Los trazos afinados, la frente alta, los ojos azules y calmados son ellos de un hombre que no ha tenido jamás que codiciar demasiado tiempo lo que él deseaba; la satisfacción fácil de aspiraciones y de apetitos parece haber agotado en el las fuentes de energía y de pasión.
               Al revisar su biblioteca, se observa que, está más allá de la del teatro completo de Calderón de La Barca, una historia de la Antigüedad, una del México, contiene los quince tomos del Espectáculo de la Naturaleza del padre Pluche y el Teatro Crítico universal del padre Feijoo, ponen el último toque en este retrato de gran señor de este fin de siglo, respetuosos de la tradición pero poseyendo suficientemente la obertura de espíritu para interesarse en la evolución de las ideas de su tiempo.
               ¿El último toque? Puede que no, porque ciertos eruditos, no sabemos suficiente, en cual objetivo, se han atado a recalcar el carácter disoluto de su vida. En esta existencia de gran propietario de terreno, rico y poderoso, las ocasiones y las tentaciones no debieron faltar, y don Juan Vicente no era un hombre que las resistiese.
               Estos placeres explican puede ser que, hasta la edad de cuarenta y seis años, el haya permanecido soltero.
               Detrás de la casa de la plaza de San Jacinto se extendía en ese entonces un gran jardín, separado por una valla de otro jardín, perteneciente a don Feliciano Palacios y Blanco. Es en esta familia que don Juan Vicente de Bolívar acabo por elegir una esposa.       
               Imaginamos suficientemente bien, que en el curso de las relaciones de la buena vecindad, la noche donde el hombre muro, a los sentidos embotados, se retrasan en charlar, se apercibía de repente que la muchacha que él había visto crecer sin bastante cuidado se había convertido en una mujer, “una de una singular belleza” dicen las crónicas.
               Los Bolívar y los Palacios se encontraban sobre un pie de igualdad a momento del nacimiento y de la fortuna.
               Las dos familias pertenecían a la clase de los mantuanos, es decir a esa en la cual las mujeres disfrutaban del derecho de ir a la iglesia vestidas de manto, marca de la más alta posición social.
               Si don Juan Vicente fue coronel de las Milicias voluntarias blancas de los valles de Aragua, donde se encontraba una gran parte de sus tierras y había heredado el título de “regidor perpetuo[1]” concedido a Simón 1ro, el procurador, en casa de los Palacios se transmitía el cargo de Abanderado Real. De este hecho, el jefe de familia tomaba lugar en las ceremonias oficiales a la derecha del capitán general.
               Lo que habría podido hacer pestañear a don Feliciano Palacios, era la edad del pretendiente: la joven doña Concepción tenía a penas catorce años de edad.
               Pero en ese entonces, existían más matrimonios por inclinación, se apuntaba a los establecimientos aventajados. El padre decidía la felicidad de sus hijos en función de los intereses de la familia. Esa de los Palacios contaba con varios hijos, ambiciosos, deseosos de ir a Madrid a hacer carrera en la corte, y don Feliciano debía contar con la perspectiva de tener que sostener los proyectos dispendiosos.
               Ahora bien parece que don Juan Vicente de Bolívar no había exigido la dote que la joven hija no había llevado a su nuevo hogar más que dos esclavos, Encarnación y Tomasa quienes no tuvieron que pasar la valla para cambiar de maestro. Parecía igualmente que el casero estuviese feliz.
               Bella, de una naturaleza impetuosa, doña Concepción se lanzó en la vida mundana con pasión- la sola que fue a su portada al lado  de este marido placido y rozando la cincuentena. Pero Juan Vicente tuvo suficiente prudencia para disfrutar de los éxitos de su joven esposa y ella suficientemente la virtud para que el no haya tenido que arrepentirse. En esta materia, no hay una falsa nota, ni la menor insinuación de los eruditos, los mejores informados.
               A propósito de doña Concepción Palacios de Bolívar, pensamos en el juicio formulado sobre las mujeres de esta alta sociedad de Caracas por el conde de Segur, el mismo se convertirá en embajador en Saint-Petersburgo y padrino de esta condesa, nacida en Rostopchine, quien tuvo el arte de encantarnos con las desgracias que las sabemos.
               El Partido, rodeado de compañeros sin embargo como él los nombres más ilustres del armorial francés, para reforzar la armada de Rochambeau, Ségur llegó bastante tarde a América del Norte. La guerra había acabado. Una serie de peripecias lo llevó de regreso a desembarcar en Venezuela. En Caracas, el fue recibido por las familias las más distinguidas y encontró a las damas también remarcables por su belleza y la riqueza de sus adornos como también por la elegancia de sus modales y una coquetería que sabia aliar el buen humor y la decencia.
               Caracas era una ciudad de alrededor cuarenta y cinco mil habitantes. Elegante, limpia y bien construida, informa igualmente Ségur.
               Los grabados y las crónicos de la época confirman este juicio. Alrededor de la plaza Mayor (convertida plaza Bolívar), limitada por la catedral y los edificios oficiales, se ordenaron, según el plano de tablero de las ciudades coloniales, calles largas y rectilíneas, ocupándose en ángulo derecho. Los conventos y las iglesias eran numerosos y los jardines donde cruzaban en abundancia las palmeras, los naranjeros, los tamarindos, así como las flores en profusión.  El aire era puro y embalsamado, dicho según el conde de Segur.
               En la plaza San Jacinto, la vida se escurría mucho, agradable, pero sumisa a las reglas de la ética familiar rigurosa que regia a la sociedad criolla de ese entonces. Mañana y tarde la oración en común reunía al maestro, servidores y esclavos. Los niños recibían de rodillas la bendición cotidiana de los padres y no se levantaban más que después de habérseles respetuosamente bajado la mano. Luego ellos salían corriendo por los jardines, para ir a inquirirse al lado de don Feliciano, el abuelo, si “Su Merced” (Su Gracia) había pasado una buena noche.
               Nos representamos al joven Simón trotando detrás de sus mayores y compartiendo sus juegos. Así como María Antonia, el heredó el teñido pálido, los cabellos negros y los ojos ardientes y sombríos de doña concepción. La encarnación rosa, el ojo azul y las hebillas claras de Juana y de Juan Vicente, por el contrario, recuerdan al padre. Persiguiendo a las alamedas, tenemos éxito  en el columpio, complaciendo las arras en la pajarera, mientras que, de la grande casa, llega, con el ruido de la pata de palo manejada por una esclava, un caliente perfume de vainilla y de cacao.
               Sin embargo, desde ese entonces, había un lamento magulló en el corazón  del nene. Esta madre, joven, bella, elegante, él la amaba, ella lo atraía, el probaba la necesidad de acurrucarse en sus brazos, una necesidad tan torturante que ella encontraba siempre mil excusas para alejarlo.
               Ella no lo había amamantado como a sus otros niños, confiando en primer lugar este cuidado a una amiga, doña Inés Mancebo de Mijares, luego a una esclava negra, Hipólita, sin dudas en razón del consejo del médico que debía haberla anoticiado del ataque de “consumo”. Así llamaban entonces a la tuberculosis, el mal que iba a llevársela.
               Pero el pequeño Simón, el lo ignoraba. Con la alma en pena, el erraba en sus pasos, a través de las galerías y salones. Ubicado detrás de las barreras de una ventana de la fachada. El abre sobre el séquito que se forma en la calle con grandes ojos plenos de admiración y de tristeza.
               Doña Concepción Palacios de Bolívar se dirige a la catedral, distante de su residencia de aproximadamente quinientos metros. Ella tomó lugar en su lecho dorado que fue levantado muy pronto por cuatro esclavos negros, tallados como Hércules; un grupo de mulatas vestidas de blanco, el madrás coquetamente encogido la acompañan, una llevando el manto, la otra la alfombra de la oración, una tercera la sombrilla y el caza-moscas en plumas de pavo real. La cuarta la más joven, está en cargada del libro de horas, al que el pequeño Simón tenía ganas. Es la ahijada y la favorita de doña Concepción. Ella viene de ayudar a su maestra a extender los pliegues de su falda de tara negra sobre el satén encarnado de los primos, y esta le ha sonreído para agradecerle, todo pasando un dedo ligero sobre la mejilla de la adolescente.
               El niño se siente infeliz, frustrado; él quería atraer la atención y golpeaba el postigo tan fuerte como él podía. Pero el suntuoso acompañamiento se quebró. La Calle está desierta. Mientras se eleva la voz cesante de Hipólita, atraída por el ruido. En sus vestidos blancos, rígidos como engrudo, la nodriza aparece en la puerta del salón, con el rostro inquieto.
               Es en sus brazos que Simón corre a refugiarse para sollozar. La bella mano tallada en el ébano se hace cariñosa, muy pronto el olvida, en este regazo dulce y cálido, las delicias tan codiciadas de una paraíso prohibido. Los sollozos se tranquilizan, los llantos se secan. Entonces, sabiendo que tanto por instinto como por experiencia, que Hipólita está dispuesta a satisfacer sus caprichos, el lo aprovecha, exige, a golpe de pie, saboreando la docilidad de esta ternura como una revancha.
               La gravedad de la herida del corazón del niño se mide en el trazo profundo que ella deja en la casa del hombre, incluso advertido de las verdades razones de lo que él creía ser la indiferencia materna.
               Reconociendo, como todas las almas generosas, Simón Bolívar no perderá jamás una ocasión de manifestar su gratitud a ellos que lo habían obligado. Doña Inés Mancebo de Mijares lo había amamantado algunas semanas. Él le traerá espontáneamente una ayuda que se encontrara sin embargo como una peligrosa contradicción para la política que el conducía entonces.
               El no cesara de tratar a Hipólita con la más tierna de las solicitudes, y llegó a la cima de la gloria y de los honores, el tendrá para esta humilde esclava negra los arrebatos que muchas madres esperan en vano de sus hijos.
               No obstante, el evocó raramente el recuerdo de doña Concepción, como si el temiera de irritar una cicatriz aun sensible. Cuando él lo haga, la pluma no se ahorrara jamás, los ditirambos, el residirá entonces en una singular sobriedad.
               Los Bolívar compartirán su tiempo entre la casa ancestral de Caracas y sus propiedades de los valles de Tuy ó de Aragua.
               En estos de Aragua, al oeste de la capital, se encontraba la hacienda en la cual ellos pasaban, fácilmente temporadas, San Mateo, una encomienda[2] de los Indios de Quiriquire, concedido al hijo de Simón 1ro por Philippe II.
               Ella existe siempre, en un hoyo de un valle encajonado, dominado por los cerros poblados de arboles, verdes y floridos.
               Casa colonial, en columnata blanca, escaleras exteriores, simétricas, de madera trabajada, accediendo a un tipo de mirador, azucarera de la cual la caminata apunta al medio de ricas plantaciones de caña de azúcar y de café.
               Allí, don Juan Vicente vigilaba de cerca, acompañado de sus intendentes, la explotación de sus tierras. El se ocupaba igualmente de su gente, de sus esclavos que todos llevasen su apellido. La Jornada de trabajo terminaba, después de la oración, el escuchaba sus dolencias, arbitraba un conflicto, aceptaba el padrinaje de un recién nacido.
               Doña Concepción, si ella lo secundaba en algunas de sus tareas, ponía también todo en obra, como ella lo sabía hacer, para distraer a sus invitados. Su número alcanzaba a veces los cincuenta.
               En los bailes, reuniones, conciertos, noches teatrales de Caracas, sucedían, en este agreste, cazas, paseos a caballo y partidos de campo.
               En la noche, mientras los adultos bailaban en la galería, al ritmo de una contradanza, los niños se reunían a menudo con los servidores y los esclavos en un gran patio a cielo abierto.
               En la suavidad perfumada de la noche tropical, los ojos brillaban en la sombra, los corazones se sacudían en los relatos de un viejo narrador negro.
               El pequeño Simón, “Simoncito”, en la primera fila en los brazos de Hipólita, sostenía fuertemente la mano de Matea, su niñera empleada al cuidado de vigilar y de divertir al pequeño maestro, el amito. Para los dos niños- Matea tenía apenas diez años- era una manera de sostenerse cuando llegase, la pieza maestra del repertorio del narrador, la historia espantosa del tirano Aguirre, cien veces pedida y cien veces repetida.
               López de Aguirre, había partido como miembro de una expedición enviado por el vi-rey del Perú para reconocer y explorar los territorios separando el Amazonas y el Orinoco, donde situamos entonces “El Dorado”, mató a su jefe y a todos los compañeros susceptibles de hacer obstáculo a su voluntad de poder. El desafió a Dios y a su rey. Después, subiendo de nuevo hacia el norte del continente, el sembró el terror en la isla Margarita y en Venezuela. Temiendo de ser prendido, mató a su propia hija, antes de ser asesinado por sus hombres, en Barquisimeto, pequeña ciudad no totalmente alejada de San Mateo. Una vez el cuerpo del tirano fue descuartizado bajo la orden de las autoridades, sus restos fueron sembrados sobre los caminos públicos que conducen a las principales ciudades de la capitanía general, para la edificación de sus contemporáneos.
               Pero su alma reside en pena; es porque ella aparecía a menudo al ras del suelo, en resplandores fosforescentes, sobre los lugares de sus crímenes[3].
               No se dijó al pequeño Simón, ya tan asustado por la osadía de este hombre que había osado desafiar la autoridad de un monarca la cual alrededor de él reverenciaba el apellido y la imagen, que el tirano había torturado antes de matarla a una de sus antepasados, Ana de Rojas, y que el apellido de Aguirre, patronímico vasco como el suyo, figuraba en su árbol genealógico.
               Don Juan Vicente de Bolívar murió en 1786, mientras que el último de sus hijos no tenía aun más que tres años.
               En una carta que el dirigió más tarde a su hermana María Antonia, que permanecía en Caracas, mientras que el se consagraba a la Liberación del Perú, Simón, recomendaba en términos apremiantes a su mayor de envejecer al bienestar de Hipólita, aumentara: Ella me ha alimentado de su leche, y yo no he conocido otro padre más que a ella.
               No sabríamos decir mejor que el interesado de don Juan Vicente dejó pocos recuerdos en su memoria consiente. Sin embargo, en la aurora de su vida de hombre, antes que los dramáticos eventos no lo hagan brutalmente bifurcar, según su expresión, “sobre los caminos de la política”, nosotros veremos que estaba bien la vía trazada por el hacendado previsto, la lectura del testamento de don Juan Vicente prueba bien que él lo estaba. El no dejaba en dinero liquido no menos de dos cientos cincuenta-mil pesos, es decir- lo mismo, que en el área compleja de las relaciones monetarias, podemos lanzar una cifra- más de tres millones de nuestros francos.
               Las haciendas de café, de cacao, de índigo, de caña de azúcar, los campos de ganadería ó “hatos”, las minas son, sobre este documento, minuciosamente enumeradas, así como los esclavos,  la esclavitud.
               La lista de las casas, tanto como en Caracas como en La Guaira, pequeño puerto que comunica la capital y de la cual la creación regresaba a un Bolívar, esta lista y esa de los muebles, piezas de orfebrería, joyas, todo en una larga página.
               No podríamos dejar pasar en silencio la clausula por la cual don Juan Vicente recomendó a su esposa de disponer de una suma que el determina a fin de llenar la misión que él le confió “para descargar su consciencia”. Sin duda un legado destinado a cualquier viviente testigo de sus extravagancias de soltería cuyo recuerdo debía torturar al moribundo.
               Doña Concepción y don Feliciano, el padrastro, se veían ocupando los poderes del jefe de familia, a cargo de ellos, el momento llegó, de velar la repartición de la herencia, en respecto a las leyes españolas, es decir de la atribución del mayorazgo al mayor de los hijos, Juan Vicente, pero también en la preocupación afectuosa de no dejar a ninguno de los niños sin nada. Las hijas no fueron olvidadas. En cuanto a Simón, el tenía por su parte los bienes familiares que se aumentaron a la fortuna ya legada por su tío abuelo, el padre Jerez de Aristeguieta, fallecido algún tiempo antes de don Juan Vicente.
               Podíamos ya prever que este joven haría muy buena figura entre los propietarios que lo designaron con el nombre de “Gran Cacao”.
               Doña Concepción no fue sin dudas afectada en sus fuerzas vivas por la muerte de este marido sexagenario. Ella lo lloró, observó rigurosamente el tiempo de duelo tradicional. En la plaza de San Jacinto, se sirve solo azúcar ennegrecido en llamas y las frutas castañas ó violetas. Después, que ella juzgó que el mejor medio de honrar su memoria era de consagrarse, como él le había recomendado a la administración de sus bienes.
               El eco de estas actividades se encuentra en una carta dirigida a su hermano Esteban, la única que ella había dejado, sin dudas que los biógrafos de su ilustre hijo se dieran a corazón alegre de hacerle exegesis, sobre el modo irónico y ofuscado. En esta carta, la joven mujer pasa en repaso los problemas que le pone el buen funcionamiento de sus asuntos, pide consejos, deja traspasar sus preocupaciones en la vigilia de una compra de esclavos.  Ella desea adquirir hombres de un buen rendimiento y mujeres aptas en dar más hijos. Sobre su impulso, ella le transmite a su hermano una respuesta a don Feliciano en el tema de….mulas.
               Es un poco chocante. Digamos todo, más tarde que doña Concepción, poco quebrantada como lo era ella, como la mayor parte de las mujeres de su raza en esta época, en el desarrollo del discurso clásico, no tenía el arte de las transiciones. ¿Por qué podemos válidamente juzgar un carácter a través de una sola carta y sobretodo fuera de la iluminación de su tiempo?
               La esclavitud existía. Debía pertenecer a Simón en ser uno de los primeros en abolirla, pero por ese entonces constituía un engranaje de la vida de los grandes propietarios rurales.
               George Washington y el sutil Jefferson, padre de la Declaración de independencia, del cual se conocen los términos sonoros: “Todos los hombres han sido creados iguales”, no probaron aparentemente ningún escrúpulo de consciencia, después de la victoria, a retomar el curso de su existencia en el medio de sus esclavos. Sin duda los trataban tan patriarcalmente al igual que lo hacían en la casa de los Bolívar. Todo lleva a creer igualmente que, en el marco de una institución a la cual ellos no habían tenido la idea de abolirla, ellos salvaguardarían sus intereses, entonces era normal una venta ó una compra de estas “criaturas de Dios”, de igual manera que la madre del futuro Libertador.
               Así pues, esta, aun muy joven (veinte siete años), muy bella, con este encanto singular de la tuberculosis- de fisonomía amabilis, dicen los -hombres de ciencia- que no había conocido más la hora tranquila y rutinaria, en lugar de colmar las aspiraciones de esta naturaleza ardiente y sensual que ella había legado a Simón, eligió consagrarse a la difícil gestión del patrimonio de sus hijos. Ella tuvo éxito, no solamente en conservar, pero en hacer fructificar la herencia dejada por don Juan Vicente. Lo hizo, aprovechando los largos periodos de remisión, tan engañosos que caracterizan el mal del cual ella sufría, ella agotó las fuerzas de un organismo ya minado y muerto seis años después de su marido. Simón no había sido afectado en su noveno año.
               A decir verdad, si doña Concepción de Bolívar llegó al borde de todas las dificultades del día siguiente de su viudez, un solo problema la dejo impotente y desarmada, esta era la educación del joven Simón.
               La naturaleza temblorosa del niño fue sin dudas más sensible que esa de sus mayores en el desequilibrio causado por la desaparición del jefe de familia, cual fuese la energía desplegada por la madre por remplazarla. Puede ser la sed siempre decepcionada que el tenia de las caricias y de la presencia materna, esta fue acrecentada por el hecho de las nuevas y múltiples ocupaciones de doña Concepción. Siempre es, que en estos años se marcaron el inicio de una crisis de la cual las manifestaciones- inatención, insolencia, nerviosidad excesiva, rechazo de plegarse a toda disciplina – se agravaron hasta la adolescencia. La psicología moderna tendría materia a ejercer sobre la infancia del Libertador. Pero, por lo menos, sus reacciones ante la falta afectiva de sus jóvenes mayores, explican a otros, más tarde, todo su sentido a la orientación de su destino.
               Ni la madre pues, ni el abuelo, ni los maestros a domicilio que ya se ocupaban del mayor, Juan Vicente, no consiguieron en sosegar al menor. Sin un padre de los Bolívar, don Miguel José Sanz, en la casa de quien, en desesperanza de causa, doña Concepción decidió de colocar a Simón. La autoridad de Miguel Sanz, magistrado austero, parecía designarlo sin embargo para disciplinarlo sin bastante esfuerzo a este niñito de seis años. El renunció rápido y Simón volverá a encontrar muy pronto los patios y los Jardines de su casa natal, el rastro perfumado de doña concepción, los mimos y la debilidad incondicional de Hipólita, de la que estaremos un poco tentados de volver en la parte responsable de las extravagancias de su joven maestro y niño de pecho.
               Pensamos también que doña Concepción Palacios de Bolívar debió partir al otro mundo tan desgarrada ya que ella no auguraba nada bueno en el futuro del último de sus hijos.
               Don Feliciano permaneció solo como tutor de los niños Bolívar. Muy afectado por la muerte de esta chica de treinta años, no lo soporto más que una decena de meses; A tiempo de casar a María Antonia y Juana y de tener al menos la satisfacción, quitando esta tierra, de “Al saber que sus dos nietas estaban establecidas, cada una en su casa”.
               Para los dos chicos de doce años, el lugar de San Jacinto, se había convertido en muy vasta. Llena de infortuna, los tíos preferidos (don Estaban sobretodo) se encontraban en Madrid y la tutela volvió a don Carlos Palacios. Soltero, egoísta y severo, él era el menos requerido, entre los hermanos de doña Concepción, para aducir la solicitud de dos huérfanos.
               Si Juan Vicente, de carácter dulce y pasivo se acomodo en la situación, el iba de igual manera para Simón.
               Los incidentes se multiplicaron. Los escapes en primer lugar, hacia los barrios populosos, donde el joven mantuano iba en compañía de niños andrajosos, arrapiezos. Después de sus fugas. Ellas suscitaron las rivalidades entre los dos clanes de la familia y motivaron el arbitraje de la Audiencia Real.[4]
               Las piezas oficiales, las declaraciones de sus cercanos y de testigos, si ellas reflejan las tribulaciones del niño rebelde, dejando adivinar sobretodo el drama de un joven corazón hambriento de ternura y contestario contra un tipo encarnizado a cavar los vacios irremplazables alrededor de él.
               “Privado a una edad tan tierna de las caricias de sus padres y de la compañía de sus hermanas”, dirá para su defensa su mayor, María Antonia, citada ante el Alto Tribunal.
               Es en efecto en casa de ella que se refugió Simón en su primera fuga. Imaginamos los motivos, rebelados por la fecha del 23 de julio de 1795, víspera de su doceavo aniversario. El tutor está ausente, Hipólita ha sido reenviada a San Mateo, don Carlos juzga más oportunamente de ocuparla en la zafra[5]. Ninguna orden ha sido dada, nada se prepara para festejar el evento, el niño se carcome su freno, luego, aprovechando un momento de desatención del portero, el entreabrió con precaución, como ya lo había hecho, el pesado golpeado claveteado de cuero y se escapó.
               En casa de María Antonia, se lo recibe, lo consola, lo mima. El rencuentra el calor del nido, una presencia femenina que falta tan cruelmente en plaza San Jacinto.
               El suplica que lo cuide. La joven pareja consiente, una vez las formalidades cumplidas, porque don Carlos Palacios es el Tutor legal. Pero el, de regreso de Caracas, llega tan pronto a reclamar a su pupilo. Simón rechaza absolutamente de seguirlo.
               Un conflicto estalla entre los adultos, del cual – salvo por María Antonia. No sabemos más si la apuesta reside en la felicidad del niño ó el derecho de administrar sus bienes, lo que no iba sin algunos provechos.
               Don Carlos, quien más tarde se hará jalar la oreja para devolver las cuentas de la tutela, lo tiene bien atento y lo trae a los ojos de la ley. Para el resto, el no dudó una noche en hacer acompañar a fuerza a un pequeño bonachón sollozando en los brazos de un esclavo.
               Otro incidente reside rodeado de misterio. Algunas semanas más tarde, de nuevo Simón desapareció. Los servidores llevando linternas surcan Caracas, enviados a todas las casas susceptibles de recibirlo. Nadie lo vio. Alrededor del tutor se agruparon los miembros de la familia, acudidos tan pronto fueron prevenidos.
               Las horas pasan, la inquietud crece, Juan Vicente en una esquina esta pálido y temblando, María Antonia y Juana sollozan. El mayordomo llega entonces a anunciar a un visitante. Sorpresa. El confesor del obispo de Caracas, el acompaña a Simón. El permanece algunos pasos detrás con el rostro cerrado.
               De un gesto, el padre detiene el impulso de furor que lleva el tío hacia el sobrino y antes de retirarse, transmite las recomendaciones del obispo:
-        Su Ilustrísima desea que ninguna reprimenda sea dirigida al joven don Simón.
¿Qué había pasado? –un rencuentro fortuito entre el prelado y el desertor, ó como eso parecía más probable, una visita deliberada de esto último?  El no estará jamás corto de ideas, de argumentos y de voluntad para sostenerlas. En el medio de los tormentos que le causaba la obligación de vivir junto a este tío a quien no amaba, podemos suponer que el decidió de llamar a la más alta autoridad espiritual de la ciudad. En la residencia, el ilustrísimo Fray Antonio de la Virgen María y Viana estaba ligado de amistad con la familia. El pastor de las almas, todo usando su influencia, había adivinado el mal secreto de su joven e incorregible interlocutor.
               Don Carlos Palacios tomo entonces una decisión que será sancionada por una disposición de la Real Audiencia de Agosto de 1795: esa de confiar a su pupilo a don Simón Rodríguez Carreño, quien dirigiría, en la época y desde 1791 la escuela primaria de Caracas.
Así fue como Simón Bolívar se aproximó a quien será el testigo y sin dudas el inspirador del juramento del monte Sagrado y tendrá una tan profunda influencia sobre su formación intelectual y su destino.
               ¿Quién era Simón Rodríguez Carreño? Su vida esta manchada de largos espacios de sombra. Decimos, sin embargo, que resultado de una familia modesta el satisfacía solo sus aspiraciones intelectuales, devorando todo lo que el encontraba a leer, y particularmente las obras de filósofos franceses.
               Gracias al contrabando inglés, se los proporcionaba en las posesiones españolas, a pesar del cordón sanitario establecido a las fronteras por la inquisición.
               Hacia su decimosexto año, Simón Rodríguez dejó su Venezuela natal por Europa donde lo atraía la efervescencia de las ideas. Alemania, Italia, Francia en víspera de la Revolución lo retuvieron, luego España evidentemente, esa de Carlos III, en plena era reformista con los esfuerzos de una minoría alumbrada para asegurar a través de las fundaciones como las “Sociedades económicas de los amigos del país”, el desarrollo material y cultural de la nación.
               Simón Rodríguez se mezcló en estos movimientos, observó,  grabó, reflexionó y encontró su vocación. No esa de intelectual vagabundo que él se convirtió finalmente ó de un revolucionario, pero esa de un pedagogo.
               Es cierto que el volvió a Caracas y ambicionó tan pronto ante la autoridad municipal, el “Cabildo”, el puesto de director de la escuela primaria. Puesto que entre todos, exigía seriedad, flexibilidad, respeto de las tradiciones, el establecimiento contando entre sus alumnos, con los hijos del capitán general, los hijos de los ricos  mantuanos, los Montilla, Del Castillo, Palacios y los Bolívar entre otros.
               El obtuvo satisfacción porque en Caracas se apreciaba su inteligencia y su vasta cultura.
               Como se lo tenía también por un hombre de bien, es en esta residencia, en calidad de pensionario, que don Carlos Palacios, decidió tener la paz, colocó a Simón. Lo que nos permitió  hacer una incursión en la vida privada del maestro.
               Las protestas de María Antonia, indignada que se le confiase a un extraño el papel que ella deseaba llenar junto a su joven hermano, llevaron en efecto la Real Audiencia a hacer proceder a una visita de los lugares a fin de verificar si el niño podía encontrar condiciones de vida “dignas de su rango”.
               Se dieron cuenta de la “inspección ocular”, minuciosamente detallada y debidamente parrafeada por el tutor, el padrino, el delegado del tribunal supremo y el maestro de la casa, restituyó el marco donde se desarrollaron las primeras relaciones familiares de los dos Simones.
               Vasta casa, galerías, varios patios, de numerosos cuartos correctamente amoblados. Simón Rodríguez vivía junto a su mujer legitima, su hermano Cayetano Carreño, tenor respetado en el Caracas melómano de entonces, la familia de él, las suegras respectivas, de los jóvenes cuñados y cuñadas, cinco hijos pensionistas y tres domésticos.
               En la enumeración nominal de esta familia, buscamos en vano el trazo de los niños del maestro, esas que él había disfrazado, según numerosos biógrafos, de los nombres poco cristianos de Maíz y Tulipán, por adhesión al calendario republicano de Fabre d’églantine.
               ¿Nacieron ellos más tarde? Podemos dudar, cuando sabemos que, dos años antes Rodríguez debía tomar en lo alto su bastón de peregrino, para no volver al continente sudamericano hasta 1824.
               Por el momento, en aplicación de las directivas de estrecha vigilancia dadas por la Real Audiencia, el maestro y el alumno hicieron cada día en los dos sentidos el camino que separaba la escuela de su domicilio. El primer revestimiento en una capa de sábana de San Fernando, quien descubrió la solapa blanca, dejaba aparecer las piernas solidas, fundadas de negro y de zapatos de curva; el segundo vestido de traje elegante, con cuello de encaje, niños de los ricos mantuanos. Caminaban lado a lado lo que revelan en otros paseos, mucho más tarde, entre los cuales se dio el ascenso de una pequeña colina, un día de verano en Roma.
               Esta cohabitación no duró más que dos meses. Desde mediados de Octubre, Simón Rodríguez, cesó de dirigir la escuela primaria de Caracas. En el ejercicio de sus funciones oficiales, el joven maestro había sido en efecto obligado en apoyar una manera de enseñar que su inteligencia, su cultura, las observaciones efectuadas en el curso de sus viajes le llevaron a juzgar como desusado y rutinario. El ambicionó de renovar los métodos, haciendo notablemente una más grande ubicación en la observación de la naturaleza. Reflejo de una ideología de la cual Rousseau permanecía en el Emilio el promotor libresco pero que en España los Jovellanos, los Campomanes intentaban de poner en práctica en sus aspectos los más modestos. Persiguiendo el mismo objetivo. Rodríguez presentó al consejo municipal. (Cabildo), bajo la forma de memoria, las "Reflexiones sobre los defectos de la escuela primaría de Caracas, y los medios de reformarla". La respuesta se hizo esperar más de un año. Cuando ella llegó, fue negativa. Los dignos magistrados no juzgaban la utilidad de modificar un sistema que había hecho sus pruebas.
               La reacción de Rodríguez fue rápida. El dio su demisión. Decisión de importancia para el mismo. Ella pondría brutalmente un término a la carrera que él había escogido por vocación y que él deseaba ver desarrollarse en su país natal. Decisión en incalculables repercusiones cuando sabemos de la influencia que, el filosofo vagabundo y libertario en el que se convirtió va a tomar algunos años más tarde sobre el espíritu de Simón Bolívar.
               Después del retiro de Rodríguez, Simón volvió junto a su tutor y sin dudas continuó frecuentando el colegio bajo la dirección de nuevos maestros respetuosos del orden establecido. En el alma del joven pedagogo, de espíritu reformista, consciente de su valor, frustrado de sus esperanzas y de sus ambiciones, esto fue en el mes que siguieron a su decisión, la subida de la amargura, de la cólera, de la revuelta. De allí a atribuir la injusticia de su suerte a los vicios de un régimen social y político que desconocían el valor del individuo y los beneficios del progreso, no había más que solo un paso. Para considerar en destruirlo, era necesaria una ocasión. Ella se presentó con la conspiración dicha de “Gual y España”, del nombre de sus dos dirigentes y a la cual Simon Rodríguez se asoció.
               De inspiración igualitaria, apuntando en abolir la esclavitud, en proclamar la Republica, elaborar una constitución, el complot - marca ante- corredor del gran movimiento de emancipación - agrupó a los blancos y de sangre mezclada, algunos ricos propietarios, abogados, comerciantes. El secreto fue divulgado y la mayor parte de los conjurados detenidos. “Yo debo escaparme para escapar a las persecuciones”, explicó más tarde Rodríguez. Gual tuvo éxito igualmente en escaparse, España fue detenido y torturado sobre la plaza Mayor de Caracas.
               Antes de salir de Venezuela, Simón Rodríguez abandono sus apellidos y nombres por los de Samuel - no sabemos más porque- y de Robinson, en honor del héroe de Defoe que el ponía por encima de todo. Cambio de identidad revelador de un deseo de ruptura con su pasado, sus esperanzas de juventud. Gira tras Gira (para aprender el inglés) en Jamaica, cajero en Baltimore, químico en Viena, traductor en Bayonne, pedagogo decidido va a llevar una vida venturosa en la búsqueda de una estabilidad que no encontrara jamás, dando libre curso a las excentricidades, manifestando un cinismo muy exagerado para no ser la expresión de un rencor profundo y de un tipo de desafío a esta sociedad que no lo había integrado. Jamás sin embargo no debían afectar la naturaleza misma de Rodríguez, su generosidad, su desinterés, su fe en un ideal humanitario y una rectitud del alma que iban unirlo a Simón Bolívar y que le reconocen sus más severos detractores.
               Lo que procede elimina una tesis, adoptada desde cerca de un siglo por numerosos historiadores. Ella nos presenta a Rodríguez como un Rousseau tropical, comprometido en calidad de preceptor por la familia Bolívar y encontrando en Simón a su Emilio. Ella describe complacientemente su vida a San Mateo, en el cuadro natural donde el maestro había escogido de instarlas al alumno. Lecciones de equitación, de natación en las aguas vivas de la Aragua, ejercicios de manejo del lazo, largos paseos a pie, Simón aprendiendo a conocer las bellezas, los misterios y los peligros de la naturaleza. En el curso de las pausas, después de las comidas de una frugalidad espartana, el maestro leía los pasajes de la Declaración de derechos del hombre, cuando no eran las Vidas paralelas  de Plutarco, a fin de exaltar en el interior del niño los instintos de rebasamiento de uno mismo.
               Esta tabla de educación ejemplar, en el alba de la vida de un "Libertador", es tan seductora, que la abandona con lamento en el nombre de una verdad histórica puesta en el día y confirmada por los más eminentes especialistas de los temas bolivarianos.
               La realidad es además un homenaje más adulador para Simón Rodríguez: no le hacía falta más que dos meses para sosegar al rebelde, inculcarle para siempre el gusto del estudio y de dejar en esta alma infantil un recuerdo tan vivaz que, de los años más tarde, lo volverá a encontrar por casualidad en Europa, el futuro Libertador se unirá a lo que se convertirá entonces realmente en su futuro "maestro".
               La tradición quería que Simón Bolívar vaya a visitar a Rodríguez encarcelado en los calabozos de La Guaira. Eso parece dudoso, en razón del estado de espíritu de su familia, las posiciones tomadas por sus tíos, en la mirada de la conspiración. Además, en esta época, Simón era todo en un evento que lo absorbía y lo colmaba de alegría: su incorporación como cadete en el batallón de las Milicias de voluntarios blancos de los valles de Aragua, en el cual su padre había sido coronel. Lo propio del adolescente no es el de dejarse cautivar por las impresiones del momento en detrimento de sentimientos más profundos, ¿pero que no se rebelan más hasta que es muy tarde y revelan ser de importancia capital?
               No es pues el auspicio de Rodríguez, como lo creímos largamente, pero en el curso de esta preparación militar en la cual el gira favorablemente con fogosidad hasta que el joven Simón tuvo la ocasión de ejercer su cuerpo y mojar su voluntad. Marcha, natación, equitación y las primeras hazañas anunciando al prodigioso caballero en el que el se convertirá; lo que iba de par además con la prosecución a sus estudios. Andrés Bello[6] le dispensó entonces su enseñamiento en historia, geografía y literatura. El padre capuchino Francisco de Andújar estaba a cargo de las disciplinas consideradas como base de la formación militar: matemáticas, física y diseño topográfico. Esta Academia de matemáticas de la cual debía hablar más tarde el Libertador fue instalada, a falta de un local, en la universidad, en el pequeño palacio de la plaza de San Jacinto y funcionó para una veintena de alumnos.
               El tiempo no cabía para la pereza, las insolencias y las revueltas: Valor: muy conocido, aplicación: remarcable, era de naturaleza para satisfacer a don Carlos Palacios, tanto como la nominación en el grado de bajo teniente, que intervendrá en julio de 1798. Simón llegaba a tener quince años.
               A penas el tuvo tiempo para exhibir en Caracas su brillante uniforme, porque, al mismo tiempo, su tutor le concedió al final la autorización tan deseada de partir a Madrid a reunirse con su tío preferido, don Esteban Palacios, quien se había hecho fuertemente camino en la corte.
Tanto como la pertenencia a un cuerpo de milicianos, el viaje a Europa era una cuestión de prestigio social para los jóvenes aristócratas criollos. Pero Simón era aun muy joven. Si lo notamos por otra parte que el mayor, Juan Vicente, heredero del mayorado, quien residió en Caracas, llegamos a ver en el empeño de Simón a convencer a su tutor, bajo la influencia de Rodríguez. Su breve cara a cara había coincidido con los dos últimos meses  de la espera de una respuesta del “Cabildo”. Presentando el contenido, el maestro había verdaderamente dejado saltar más de un cerrojo, en agrandar el horizonte del joven mantuano y  dejándole presentir el mundo de las ideas, comunicarle el deseo de evadirse del marco académico y sofocante en el cual él vivía.


[1] Regidor Perpetuo: Consejero Municipal.

[2] Encomienda: tierras concedidas a los conquistadores y a sus acompañantes con los indios que vivían en su interior: en intercambio del trabajo realizado, los propietarios de encomiendas debían pagar el tributo de los indios, instruirlos y evangelizarlos.
[3] El descubrimiento de las venas de petróleo de Venezuela explicó este fenómeno.
[4] Audiencia Real: tribunal supremo que acumulaba a menos los poderes judiciales y los poderes administrativos.
[5] Recogida de la caña de azúcar.
[6] Andrés Bello: poeta, jurista, sabio y literario. Sus poemas cuentan entre las más bellas producciones en español. Su gramática en lengua castellana es una de las más remarcables.


CAPITULO II
Su primer sueño fue de belleza, de
           Magnificencia y de placer.
            En junio de 1799, en el pequeño puerto de La Guaira, Simon se embarcó sobre la fragata San Idelfonso. Con el espíritu tendido hacia la metrópoli legendaria, con la cabeza llena de sueños, ebrio de su libertad toda nueva, vive sin lamento de alejarse de las riveras de su tierra natal.
            Desde su primer viaje, iba a surcar este mar de los Caribes, de los cuales las islas constituyeron sus posiciones de pliegue en las horas difíciles de su carrera. De hecho, el San Idelfonso no pedía prestado una línea directa hacia España. Debía hacer escala en Vera Cruz, sobre la costa mejicana, antes de llegar a unirse con La Habana, donde, tradicionalmente, según  el sistema en vigor, se formaban los convoys escoltados por barcos de guerra que emprenderían en la travesía de la Atlántica.
            Itinerario complicado, dictado por un redoblamiento de prudencia que imponían las circunstancias. España e Inglaterra estaban en guerra; a la amenaza permanente del hostigamiento de los piratas y corsarios se sumaba el peligro de un posible ataque de la escuadra inglesa, que crecía en esta parte del Océano.
            Un tratado de alianza ofensiva y defensiva firmada entre la Francia del Directorio y España había hecho del mismo, golpe de este último, el enemigo de Inglaterra. Esta, sola sin haber desarmado entre los poderes europeos aliados contra Francia, al día siguiente de la ejecución de Louis XVI, llevaba activamente el combate sobre todos los frentes. La lucha se revelaba fuertemente onerosa para España. Después de una pesada derrota naval a lo largo del capitán Saint-Vincent, su marina amputada no era más en desmedida de oponerse válidamente a los llevados de Inglaterra, cuyo objetivo era poner trabas a las comunicaciones entre la península y el imperio.
            Sin embargo, en el curso de los catorce años de travesía, el joven subteniente de las milicias de Aragua por más que escrutase el horizonte, con la esperanza de que la aventura se presentase a quien le diese la ocasión de probar su valentía, el inglés permaneció invisible. El estaba ocupado en otra cosa. Más precisamente en bloquear el puerto de la Habana. Esta noticia, de la que los viajeros se enteraron en la llegada a Vera Cruz, tuvo por resultado inmediato de inmovilizar el San Ildefonso.
            En una primera ocasión seducido por la idea de visitar como ocio la primera ciudad fundada por Cortes en México, Simon, alrededor de dos semanas, encontró el tiempo bastante lento.
            Antes de su salida, por una feliz intuición, el obispo de Caracas- aquella misma que había sido intervenida en su favor, a momento de un episodio de su infancia sacudida- le había repuesto, para utilizarlo en caso de azar, una carta de recomendación para uno de sus primos oidor[1] de la Real Audiencia de México. Simon juzgó el momento todo indicado por el utilizador.
            Su carta y su pasaporte en bolsillo, pudiente de una fuerte suma prestada por el comandante del San Idelfonso, del cual él se había hecho un amigo en el curso del viaje, Simon partió por la caza del puesto, rehaciendo de Vera Cruz a México la ruta famosa de los con quistadores.
            Su Excelencia don Guillermo de Aguirre y Viana recibía calurosamente al joven viajero. Alojándose el mismo en el vasto palacio de la marquesa de Uloapa, hizo invitar a Simon.
            Hoy en día, una placa apostada sobre la fachada de la aristocrática residencia, una de las más bellas de los jardines de Chapultepec, recuerda que ella ha sido el cuadro de estancia en México del futuro Libertador. La placa no dice que la marquesa de Uloapa tenía una hermana, doña María de Velasco. Belleza triunfante, sin prejuicios y sin trabas, sus amores, sus matrimonios, sus caprichos alimentaban la crónica galante de la ciudad vice-real. Una cabellera brillante le había valido el sobrenombre de “La Guera[2]”.
            Al rodeo de una galería, si esta no está en uno de los patios del palacio de Uloapa, Simon se encontraba nariz a nariz con “La Güera”. Rencuentro encendido y de utopía, informa un cronista del México colonial. Y aumenta complacientemente: Ella fue su guía a través de las mieles más dulces que los de Helicón y lo inició a los de los goces de Venus.
            Iniciadora “¿La Güera”? Sería necesario creerlo y no creer nada de saberse la sexualidad exigente del Libertador y de la estética provocante de las negras y de las mulatas en la promiscuidad de las haciendas. ¿Compañera? Sin ninguna duda y su guía, si, pero a través de las bellezas de México.
            La evocación es encantadora de esta magnífica mujer de treinta años cerca de Simon Bolívar, tanto que aparece sobre los retratos de su adolescencia. Tan morena que era rubia, de inmensos ojos oscuros y de dientes brillantes en un rostro a los tratos regulares que se convirtieron un poco agudos, pero conservando entonces la dulzura de la infancia. De maneras elegantes, y sin dudas este aire de seguridad de audacia, propia a todos los jóvenes antes de un día de una conquista favorecedora. Pensábamos en el querubín si él estaba contento de suspirar por una condecoración y sobre todo si la “marina” estaba liada en los principios.
            Su aventura amorosa puesta a un lado, la capital de la Nueva España entusiasmo al joven Bolívar. El encanto de los paseos y de los jardines, la suntuosidad de las iglesias, el esplendor de los monumentos, el tren de la vida lujosa y refinada de la nobleza mexicana dejó en él una impresión imborrable. El no citara jamás la conquista de Cortes sin acompañarla de los adjetivos “opulenta, fastuosa, noble, potente”.
            Conquistado por México, Simon hizo la conquista. Su excelencia el oidor no tuvo pena de introducir por todas partes a este joven aristócrata de espíritu vivo y pleno de buena gracia. Simon se convirtió el comensal del vi-rey, fuertemente seducido, decimos, por su inteligencia.
            Los cuentos de don Carlos Palacios y las cartas de reprimendas acusan un gasto de cuatro mil de nuestros francos por una decena de días. Es mucho, cuando tenemos que vivirlo, cubrirlo… y el resto. Pero Simon se sabía rico, la vida estaba allí, la cual estaba dispuesto a aprovecharla, según sus gustos y su rango, sin preocuparse del humor triste de un tío del cual la imagen, desde México, comenzaba a perder su limpieza.
            Así, mundano, brillante, encantador y prodigio, la semana mexicana había revelado, tanto que el mismo era ya, este joven provincial a penas liberado del palmetazo de su tutor.
            Una tradición bolivariana quiso hacer igualmente un precoz y temible polemista de las teorías políticas, después de haberse interesado el vi-rey, le inquietaron al punto que él había comprometido al oidor a rogar a su joven amigo de reganar Vera Cruz sin demora.
            Parece bien que Simon no había salido de México más que a la fecha prevista por el mismo, en acorde aparentemente con el comandante del San Idelfonso. Además, desde la llegada del joven viajero a Vera Cruz, el barco echó el ancla.
            Escala en la Habana en plena efervescencia, al recuerdo del bloqueo que los ingleses, después de un breve combate, se habían visto obligados de levantar.
            Las noticias que comenzaban incitaron al comandante del  San Idelfonso a modificar el itinerario inicial. La flota de Nelson cruzando entre el Atlántico y el Mediterráneo, el prefirió desviar su ruta hacia el norte.
 

        Es así que después de cuatro meses Simon desembarcó, no en Cádiz, pero si en Santona, pequeño puerto de la costa cantábrica. Bajo un cielo gris, una lluvia fina, pobres casas a lo largo de calles desiertas: el primer contacto decepcionante.
            Yaqué las circunstancias lo llevaban a Vizcaya, Simon decidió ir a reconocer su tierra patrimonial.
            Bolívar significa en lengua vasca: orilla de molino.
            El encontró, sobre la orilla de una pequeña ribera que lleva su nombre, una gran torre y una vetusta casa solariega.
            Medidas al aliso de su orgullo de casta, entretenido desde la infancia por el relato de los altos sucesos de sus antepasados, algunas ruinas en un paisaje sombrío parecían irrisorias al joven mantuano, lo llevan a imaginar bajo otros colores, un pasado glorioso. Herido en su amor-propio, renunció a ir a visitar el señorío de la Rementaria y ganó Bilbao.            El no dudó que él iba a dar un nuevo lustro a estos vestigios de una grandeza olvidada, que, sobre estos lugares testigos de las luchas de los primeros Bolívar, ardientes defensores en su tiempo de las famosas libertades del pueblo vasco, los “Fueros”, Generaciones de Historiadores y de eruditos llegarían, para intentar arrancarlos, arrancar el secreto del destino del libertador de un continente.
            Las regiones atravesadas por la diligencia que llevaba Simon de Bilbao a Madrid tenían todo para sorprender desagradablemente a un joven criollo, acostumbrado a las ricas plantaciones y a las imágenes tornasoladas de su país natal: vastos extendidos monótonos de tierra ocre y resecada, de pueblos raros a las miserables casas en adobe, pequeñas ciudades somnolientas y de tiempo en tiempo en el horizonte una enorme nube de polvo que dejaba adivinar la marcha de un rebaño de ovejas en búsqueda de sus subsistencia. Sin contar las paradas en los albergues de turno, los cuales, como todos los albergues españoles, no ofrecían al viajero más que lo que trajese. Tal era el alto escenario castellano, que las costumbres de un mundo orgulloso y cerrado, incapaz de hacer un esfuerzo de adaptación, mantenían la rutina y la miseria.
            El joven Bolívar, muy incapaz entonces de analizar de una sola pieza y de los colindantes de un espantoso desastre económico, registraba sin embargo las impresiones. Uniéndose a esas recibidas en el curso de su viaje en mar, que no habían sido seguidilla de huidas ante la flota inglesa, ellas contribuían en modificar significativamente la imagen de España, trabajada y legada por sus mayores.
            La “poderosa metrópolis” se revelaba al adolescente como una nación de territorio empobrecido y aislado, incapaz de asegurar, de cara a Inglaterra, las relaciones regulares con un imperio de más contenido por encima de todo. “Algunas veces que hizo, invierno y verano, partía después de mi almuerzo- confiaba el siempre en Bayonne, en Napoleón- y después de haber atendido la misa, cazaba hasta una hora, volvía inmediatamente después de mi cena, hasta la caída del día. En la noche, Manuel tenía el cuidado de decirme si los asuntos iban bien ó mal e iba a dormirme, para recomenzar al día siguiente”.
            Siempre es de una fuerte buena gracia, en los momentos de descanso que le dejaban sus partidas de caza, Charles IV golpeaba el Puño del Rey- el sello del rey- diplomas, ordenanzas, nominaciones, las cuales, en la instigación de la reina, habían hecho en algunos años de un oscuro cuidado del cuerpo sin fortuna del maestro de España. Ya primer secretarío de Estado, generalísimo, gran almirante, duque de la Alcudia y grande de España de primera clase, Manuel Godoy, después de la firma del tratado de Basilea en 1795, había recibido el título de Príncipe de Paz.
            El encegecimiento de una mujer apasionada había tenido éxito en magnificar a los ojos del rey los mediocres resultados de una política que hacía en realidad de España el satélite de Francia y el blanco de Inglaterra.
            El irresistible ascenso del favorito iba de par con su enriquecimiento, al gran escándalo de la corte y de la ciudad. El déficit presupuestario se hundía de año en año, la deuda pública aumentaba, el crédito del Estado estaba fuertemente estremecido tanto que un préstamo lanzado en 1789 tuvo que salir de la tasa de interés de 140%[1]. Pero los soberanos cubrían de oro a Manuel Godoy, su familia y su clan.
            Sin embargo, en el momento que Simon Bolívar llegó a Madrid, por la primera vez hace quince años, el favor de Godoy sufría un eclipse. Celosa de la reina, motivado por la vida disuelta del favorito, escenas frecuentes. Godoy, en su fatuidad, había creído hábil en ofrecer su renuncia. Para su gran sorpresa, Charles IV, inspirado por el resentimiento de Marie-Louise, lo había aceptado. La reina entonces, para sumar a su victoria, había buscado a otro amante, en el rango de los guardas espaldas, otra vez.
            El nuevo elegido, Manuel Mallo, era originario de la actual Colombia, amigo de don Estaban Palacios e iban sobre los destrozos del Príncipe de la Paz, bien decidido en aprovechar el favor real de los miembros de la colonia americana de Madrid.
            Don Esteban Palacios, ya provisto de un puesto más honorable en la administración de las finanzas, disfrutaba con excedente la hospitalidad del nuevo favorito.
            Ahora bien, tradicionalmente, en la primavera, la corte de España pasaba una temporada en Aranjuez, suntuosa residencia real sobre los bordes del Tage, a una decena de lugares de Madrid. Es pues allí que el tío dio una empresa en llevar al sobrino, con la secreta esperanza de meterlo (gracias a Mallo) al pie de estribo para una brillante carrera diplomática.
            Antes, el sastre de su Majestad, sobre las instancias del favorito, había puesto los tapones boles para entregar al joven Bolívar una guarda ropas que le permitía hacerle una buena figura en la alta sociedad.
            En la nota, de un ascendente que hizo pestañear al tutor, es cuestión de uniforme engalanado, de frac turquesa, de espuma de levita verde, sin hablar de las bragas de casimir blanco, ó de “piel de diablo”, los chalecos de cerda y de una capa de paño café “con vueltas de satén escarlata”. 

                 No será en las fiestas oficiales que Simon exhibirá sus elegantes uniformes. Charles IV llevaba en Aranjuez la vida de un gentil hombre campesino y los júbilos de corazón se limitaban en algunos besamanos, tipo de desfile envarado ante la familia real. Lo que estaba por lejos, si lo juzgamos por el célebre cuadro de Goya, de ser una delicia para los ojos.

            Pero las iniciativas privadas, en una sociedad ociosa y ávida de placeres, no faltaban. Las cenas, los bailes, los paseos sobre el Tage, casas de juego. Simon fue rebuscado, fue cuidado, se divirtió, jugó, amó. Se cuenta que era en el laberinto del naipe de lo blando donde se pretendían entrenarlo las bellezas madrileñas antes de irse, no era de su agrado. La joven amante de “La Güera” cuidaba el recuerdo de los triunfos rápidos.

            En la casa de Manuel Mallo que llevaba un tren de vida fastuoso del cual la carga era soportada por la reina, Simon Bolívar tuvo la ocasión de acercarse a Marie-Louise. Ella tenía el cuidado de proveer la mesa del favorito por las cocinas reales y venía a menudo, envuelta de un vestido de capuchino, color de sombra, se mezclaba en la alegre compañía que festejaba en la casa de su amante. Espectáculo que no era de una naturaleza en inspirar los sentimientos de respeto y de lealtad, escribió en sus Memorias el general O’Leary[1], ayudante de campo del Libertador. Bolívar, el, no hablará jamás. Era un caballero.

            Por el contrario, recordara a sus compañeros un incidente que lo puso a las agarradas con otro de sus miembros y no de los menos, sino de la familia real. Incidente que, sin la sanción de la veracidad dada por el Libertador, tendría tendencia a clasificarse en el lote de las historietas que la devoción inspira después de un golpe, para encumbrar la vida de los grandes hombres.

            Su calidad de anfitrión de Mallo había valido a Simon para ser invitado en el círculo íntimo de los soberanos. El fue llamado así en compartir las distracciones campestres del príncipe heredero Ferdinand. Este del cual Goya, de una oreja implacable,  devolvió el mentón en obstrucción, con la boca cruel y la mirada huidiza, era un poco mayor a su edad.

            En el curso de un partido de volador, un golpe de raqueta desafortunado de Simon envió a rodar a la tierra la boina del príncipe de Asturias. La cólera de Ferdinand, emoción de los cortesanos. Se aconsejó a Simon recalcitrante de enmendar al honorable. Pero con Marie-Louise, presente, tomó la defensa del joven amigo de su favorito. Ella demostró a su hijo que era conveniente que uno de sus sujetos al compartir sus ojos se había hecho igual durante la duración de la partida y no tenía entonces que exigir las consideraciones particulares.

            “Quien habría dicho que ese día a Ferdinand que yo debía más tarde desgarrarlo, no su boina, pero el más bello florón de su corona?” comentaría el Libertador, en el día siguiente a la Independencia, mientras que la joven príncipe de Aranjuez ocupaba el trono de España, bajo el nombre de Ferdinand VII.

            A pesar de la desilusión que podía inspirar el espectáculo de las evoluciones de una familia real a la cual, en cualquier titulo que sea, nada podía enorgullecerse en el reino, a Aranjuez no le faltaba encantos y acuerdo propios para retener a un chico de dieciséis años, amigo de los placeres como lo era Simon. Ahora bien, el no tuvo muy pronto cese de partir para instalarse a Madrid.

            Desde que él se encontraba en España, sufría en su orgullo, por darse cuenta que el ritmo ofendido de sus estudios en Caracas no le hubiese dejado más que un delgado equipaje. Simoncito acaba de llegar, muy encantador…. El no tiene ninguna instrucción, pero si las disposiciones para adquirirla, había escrito don Estaban a su hermano Carlos, en la carta anunciando la feliz llegada a Madrid de su sobrino.

            Simon se había comido la culebra, retenido como un bálsamo el segundo artículo del juicio radical formulado por su tío y decidió de tirar las consecuencias. Pero la atmosfera de Aranjuez no era muy propicia al trabajo que él quería imponerse a partir de la vista de la adquisición de una instrucción solida. Madrid le parecía más indicado.
            Don Esteban que conocía su mundo y su corazón, sabía que en el entorno de Charles IV y de Marie-Louise, el favor real que él esperaba por Simon se obtenía por la intriga más que por el valor. Pero el tuvo el merito de no oponerse bastante largo tiempo a las aspiraciones de su sobrino y al final del mes de agosto de 1799, estaban instalados en la calle de los Jardines, en el corazón de la capital.
            Nada fue preparado para responder a la sed de aprender cada día más devorante de Simon. Sus estudios se desarrollaron desde entonces acorde a un plan ordenado y metódico. Academia de San Fernando, como auditor libre. Maestros a domicilio para las lecciones de historia, de literatura, matemáticas, francés, esgrima y danza.
            Sobre la trama de estos tres años estudiosos, del cual se sabe poca cosa con certitud, se diseñan las tendencias susceptibles de esclarecer el carácter de Simon Bolívar. Los eventos también del cual uno tuvo una importancia capital.
            Simon acompaño de menos en menos a don Esteban y prefería, la atmosfera decadente de la corte donde este último continuaba en volver, esa de la residencia de un encantador anciano, el marqués de Ustariz.
            Originario de Caracas, de origen vasco, un poco pariente de los Bolívar, don Jerónimo de Ustariz se había establecido en Madrid hace numerosos años. Fuerte rico, había consagrado sus pasatiempos al estudio y adquirido una solida cultura filosófica, impregnada de ideas de los Enciclopedistas franceses. Amaba rodearse con los hombres más cultivados de la capital.
            Tierno en primer lugar, el marqués había recibido a Simon con la urbanidad de la cual usaba con todos los “Americanos” de paso a Madrid, pero muy pronto el se interesó en este adolescente de espíritu curioso, entusiasta, el cual a los dieciséis años preferían el estudio y el noble ejercicio de las ideas a los placeres fáciles y un poco adulterados de la corte de Charles IV. Él le abrió su palacio de la calle de Atocha, su biblioteca donde Simon pudo estudiar con avidez, y le prodigó sus consejos. De las ataduras se crearon, la bondad y afección en la casa del marqués, admiración y veneración en la casa de Simón.
            En los salones de su viejo amigo, Simon rencontró una sociedad elegante, iluminada y liberal. Siguió con pasión los intercambios de vista sobre los grandes problemas del siglo de “Las Luces”, la Revolución Francesa, el ascenso de Bonaparte, la condena de los jesuitas, la defensa de la masonería francesa. Compartía, en el entorno de don Jerónimo de Ustariz, las ideas del conde de Aranda, ministro de Charles III, después de Charles IV, antes de ser excluido por Godoy. Pontífice de la masonería franco española, instigador de la expulsión de la Compañía de Jesús, Aranda, enemigo del prejuicio que unían a España a la herencia imperial y católica, era partisano de una evolución del régimen colonial. El había propuesto, sin éxito, a Charles III un plan transformando las grandes regiones del imperio en regiones autónomas y a su frente a los príncipes herederos vasallos de la Corona española. Simon registraba. Ciertos propósitos se volvían un sonido conocido y le recordaban a Rodríguez, alias Samuel Robinson.
            En la casa del marqués de Ustariz, una noche, en el curso de una velada musical consagrada a Mozart, Simon volvió a encontrar a María Teresa, hija de don Bernardo del Toro, un noble y rico criollo de Caracas que vivía en Madrid.
             Teresa no era ciertamente bella, pero fina, graciosa, muy distinguida. Huérfana de madre, tenía la reserva y la gravedad de las jóvenes chicas que han crecido en el entorno de los hombres austeros y virtuosos.
            “Yo concebí tan pronto por Teresa una pasión tan violenta que jamás de mi vida he sentido algo parecido”, confiaría más tarde Simon Bolívar a uno de sus compañeros de armas.
            Una pasión que parecería a la necesidad apasionada de colmar, cerca de esta joven chica de dos años su mayor, de la cual el corazón, el lo sentía confuso, estaba hecho para darse sin compartirlo, el abismo sentimental cruzó en él desde su más joven edad por la actitud distante, luego de la muerte de su madre.


[1] O’Leary: Daniel Florencio, joven irlandés que se comprometerá en las tropas de Bolívar, se convertirá su ayudante de campo, su primer biógrafo y su amigo.
 


[1] Las Divisas del Desierto:  La España del Antiguo Regimén.


                
           
           
           

             

           



[1] Auditor
[2] “La Güera”: contradicción popular de “La Catira” (La rubia).